Comentario
Si el auténtico renacimiento artístico tuvo sus orígenes en Florencia, también en la ciudad toscana se produjo el florecimiento de la filosofía social y política. Como respuesta a la lucha por la libertad cívica que los florentinos sostuvieron desde comienzos del siglo XV contra el despotismo de los Visconti, se tomó mayor conciencia de los asuntos políticos y se intensificaron los ideales republicanos de libertad y de participación cívica. Nació, de ese modo, lo que se denomina el humanismo cívico, una nueva filosofía de la participación política y de la vida activa. Los pensadores que formaron ese movimiento (Leon Battista Alberti, Coluccio Salutati y Leonardo Bruni) eran estudiosos del derecho y de la retórica y trabajaban como cancilleres, secretarios o embajadores de la ciudad. Todos consideraban en sus obras los mismos problemas: el ideal de libertad, como independencia y autogobierno, y su conservación.
Analizando los peligros que amenazaban la libertad política (la contratación de condotieros y de ejércitos mercenarios para defender a las ciudades-repúblicas frente a las amenazas exteriores representadas por el Imperio, el Papado y las Monarquías autoritarias de Francia o España), aquellos humanistas llegaron a la conclusión de que los hombres son los únicos responsables del bien o del mal que les ocurra, que hay que luchar por la patria, que hay que luchar por la gloria y no por el dinero, que todo ciudadano disfruta de iguales oportunidades de participar activamente en la vida política. En el desarrollo de estas ideas jugó un papel primordial la recuperación del ideal ciceroniano de "virtus", como excelencia humana superior. Para alcanzarlo (posibilidad que era negada por el Cristianismo agustiniano) los humanistas confiaban en la necesidad y en el desarrollo de una educación adecuada, centrada en el estudio de la retórica (como uso práctico de la sabiduría) y de la filosofa antigua, básica para la preparación del carácter.
Tal educación, capaz de producir "virtus", preparaba para ingresar en la vida pública. Así pues, entendida como aprendizaje y adquisición de "virtus", esa educación clásica sería útil, pues todo conocimiento ha de servir al hombre no sólo para alcanzar la verdad, sino para ser perfecto, esto es, para conseguir la felicidad. En aquel tiempo, tal metodología era, además, especialmente novedosa, pues contradecía la concepción escolástica y medieval según la cual el único ideal al que debe aspirar el hombre en la tierra es la vida contemplativa y especulativa.
Esta reacción de los humanistas florentinos ante la falta de interés de los escolásticos por la vida política promovió un ideal del compromiso, que hasta finales del siglo XV produjo una literatura política dirigida a toda la sociedad en defensa de los valores republicanos. No obstante, el triunfo en esas fechas y durante los primeros decenios del siglo XVI de las formas de gobierno despóticas o principescas, hizo que los humanistas, a pesar de su fe en las forma de gobierno republicana, dirigiesen sus escritos a los signori, adoptando el género del consejo o del espejo de príncipes. En la segunda mitad del siglo XV Francesco Patrizi dedicó al papa Sixto IV su obra "El reino y la. educación del rey", y en 1471 Bartolomeo Sacchi dedicó "El Príncipe" a los duques de Gonzaga de Mantua. En España Diego de Valera escribirá para el rey Fernando II de Aragón su "Doctrinal de príncipes" (1476) y Gómez Manrique dedicará a la reina Isabel de Castilla su "Regimiento de príncipes", obras cuyos contenidos no se distancian mucho de las escritas en Italia. Estos humanistas difieren de sus predecesores republicanos en cuanto a los propósitos que según ellos deben guiar al gobernante. La idea de conservar la libertad y la justicia como valores superiores de la vida política fue sustituida por la de mantener al pueblo en estado de seguridad y de paz. Para conseguirlo es preferible el gobierno de los príncipes al del pueblo. Por la misma razón, sólo el príncipe deberá poseer la "virtus", considerada como fuerza creadora para conservar su estado y rechazar a los enemigos. La virtud del pueblo se limitaría a la práctica de la pasividad benigna, que le alejaría de toda participación en la vida política. Por último, en todos estos espejos se mantiene la vieja idea de que el príncipe ha de practicar de manera equilibrada las virtudes teologales y morales, y entre éstas ha de ejercitar la justicia, la equidad, la clemencia, la liberalidad, la firmeza, el cumplimiento de la palabra dada, el respeto a la verdad, el desdén de las cosas transitorias, etc. No obstante, esta escala de valores para guía de los príncipes no tardaron en ser modificadas.